Corrían los primeros días de 1959 cuando la noticia sobre la existencia de un monstruo aterró a los vecinos de la playa Rancho Luna en Cienfuegos.
Aseguraban los lugareños que en las noches más oscuras emergía del mar una figura extraña que corría velozmente dando fuertes alaridos… al amanecer una larga fila de animales destrozados era el balance de su obra.
El pánico se apoderó de los vecinos. Los pocos ricos recogieron a toda prisa sus propiedades y partieron con rumbo a Cienfuegos, mientras los más pobres acampaban con enseres y prole bajo la protección de los muros del Castillo de Jagua.
Sólo los más osados decidieron quedarse a enfrentar al “monstruo de la playa”, que el imaginario popular igualaba ya al abominable hombre de las nieves. Noche tras noche montaban guardia frente al mar los guajiros con escopetas, apoyados por una legión de entusiastas y descreídos jóvenes alborotadores de la ciudad de Cienfuegos, para los que la existencia de una entidad malvada y sobrenatural se había convertido en la excusa perfecta para parrandear en la playa. Mas, pasaban los días y el monstruo no daba señales o, misteriosamente, aparecían los rastros sangrientos de animales muertos lejos de donde los hombres vigilaban, como si el mismo demonio le dijera al ser donde estaban apostadas las cuadrillas que lo cazaban.